miércoles, 24 de junio de 2020

EL HOMBRE MANOS DE PALO


EL HOMBRE MANOS DE PALO

Juan Robles, sentado en una gruesa y vieja llanta de camión, amortiguaba el zarandeo del volquete sin tolva. En la plataforma de madera y acero, observaba restos de tierra color rojo, que con el viento producían un polvillo que hería sus ojos, con la velocidad que imprimía el vehículo pesado.

Eran restos de relave, aquél barro colorado producto del pr
oceso químico para extraer oro de inmensas cantidades de mineral, que a su vez provenían de las entrañas de enormes cerros y de minas abandonadas en tiempos de la colonia.

Sentado y abrazado a su bidón de plástico lleno de aceitunas de primera, miraba al vacío y ante él, la culebra de asfalto se perdía en el horizonte. En esos viajes de ruta, en el trajín de trasladar su mercadería a los principales mercados de la costa, Juan se dejaba llevar por los recuerdos y dejaba libre a su memoria para evocar los mejores momentos de su novel existencia.

Recordaba el leve rumor de los olivos, con sus gigantescos troncos, ramas y hojas, cansados por una generosa cosecha, que otorgaban tranquilidad y paz a un mediodía campestre. El pequeño pedazo de quebrada, llamado Caucato, parecía una joya enclavada entre dos cerros, macho uno y hembra el otro, y al lado oeste de una delgada fibra de plata, el río Grande, que recorría plácidamente todas las quebradas y cañones, desde los grandes glaciares hasta llegar al Mar de Grau. El airecito suave, apacible, de la quebrada, a veces cambiaba sorpresivamente de dirección, de norte a sur o viceversa, pero siempre bajaba de las alturas; parecía ser un micro clima originado por el aire de la sierra, frío y seco; y el aire de la costa, brisa marina, humedad y viento. El sol parecía ser amable con los hombres y no se animaba a lanzar sus feroces rayos, sino más bien, solo deseaba iluminar y despejaba con gentileza y cortesía a las nubes que por ahí se aparecían. Bajo el manto celeste, los hombres y las bestias, realizaban sus labores diarias.

Recordaba a su tío, uno de estos hombres que había dominado a la quebrada, al río, a los cerros y a las bestias. Era Bonifacio Mendoza, un aguerrido campesino que había logrado con sus esfuerzo, el sueño de todo agricultor… poseer su propio terreno y ser su propio patrón. Don Boni era además, un experto jinete que desafiaba periódicamente a la sierra, aquella cadena de inhóspitas montañas, de quebradas profundas llenas de peligros, de los cerros majestuosos que despreciaban a los hombres y que de vez en cuando, se los tragaban solo por darse el gusto, y en donde el frío intenso y las lluvias sorpresivas, castigaban a los viajeros.

En sus viajes a lomo de bestia, conversaba con los amos y señores de la agreste serranía y también solía maldecirlos y no dudaba en lanzar ajos y cebollas demostrando valor, aunque por dentro sentía terror y pánico.  

Luego de la travesía, cruzando el río una y mil veces, de banda a banda, según los caprichos del rey que daba vida a las quebradas; regresaba a su Caucato querido, después de una o dos semanas de agotadora jornada, con su recua de mulas, cargadas con carne de guanaco y preciosas pieles de vicuña, producto de sus incursiones por la puna.

Palomo, su fiel caballo blanco, digno de otros memorables recuerdos; descansaba y bebía del río, mientras don Boni lanzaba una rápida mirada a su chacra, a la que retornaba muy cansado por el viaje. Solo faltaba cruzar una vez más el río, de este a oeste, y llegar a su tierra, para reunirse con los suyos.

Antes de montar, Bonifacio se quitaba su chompa y su camisa, y con el torno desnudo se inclinaba y se aseaba con las aguas más frescas y limpias, agua dulce que daba vida a las quebradas. Detrás de él se alzaba un imponente cerro, que lo miraba como una insignificante criatura, pero al darse cuenta de sus poderosos brazos, plagados por fuertes músculos, nervios y venas a punto de saltar por la piel, que terminaban en gruesas manos, manos de palo, llenas de callos, manos de hombre de campo, curtidas por el tiempo y por el rudo trabajo; el cerro macho lo dejaba tranquilo, porque conocía aquél hombrecito que nunca arrugó y se enfrentó con los cerros más bravos de la quebrada.

Bonifacio se lavaba el torso, los brazos y la cara, quitando la tierra y el sudor, dejando ver su piel blanca, curtida, gastada y quemada por el tiempo. Siendo un hombre blanco, parecía ser trigueño, resaltando su fuerte mirada, con un  par de ojos color caramelo, entre marrones y castaños, pero con un brillo que penetraba el alma de los cerros, hombres y bestias.

Era el campesino peruano, con las manos de palo, fuertes, macizas, que dominaron el arado, la lampa y la yunta de toros, desde niño; las manos curtidas, llenas de cicatrices, cayos y una coraza de resistencia, de negarse a ser vencido por el hambre y la naturaleza.

Dos poderosos brazos de fibra y músculos, forjados no a punta de gimnasios o de levantar pesas; eran dos brazos de acero forjados en las madrugadas de verano, otoño e invierno, abriendo surcos, limpiando acequias, destroncando los tallos del algodón, aporcando sembríos; a lampazo limpio, filudo y arrasador. La lampa que le forjó el alma de guerrero, desde muy temprana edad.

El jinete de las quebradas, se aprestaba a cruzar el río, y al frente, en la banda; el cerro hembra lanzaba un pequeño temblor de tierra, que asustaba a los hombres, un leve temblor de alegría, porque retornaba sano y salvo aquél hombrecito que había sobrevivido a inundaciones, lluvias torrenciales, sequías y terremotos.

Don Boni, con sus cuarenta y tantos años de intensa vida, cruzaba el río observando el borde de su predio, mirando caer el sol, detrás del cerro de enfrente… calculando en su mente, cuantas varas de eucaliptos tenía que cortar del monte, en la madrugada del día siguiente, para construir tres o cuatro represas con sus tomas, para regar los sembríos de maíz, manzanas, peras…y atender a su tesoro más preciado; sus doscientas matas de olivos, la reserva que era la esperanza de su numerosa familia, su mujer y sus hijos que lo esperaban para cenar. Las aceitunas de Caucato, de Jaquí, de Yauca…eran de inmenso tamaño, carnosas y con pequeña pepa, bien cotizadas en los mercados del Perú y del extranjero…el problema era sacar el producto desde aquellas lejanas quebradas, atravesar las trochas y los caminos traicioneros, con carretas, camiones y camionetas... eran arduas tareas que ocupaban el pensamiento de don Boni y su familia.

Era una noche despejada, llena de estrellas… una noche de enero de 1980….el hombre de las manos de palo llegaba a su terruño, a compartir con su familia y a descansar en su choza de caña y barro, a la luz de un viejo lamparín, con el suave ruido del fogón, que va muriendo lentamente con las últimas brasas de leña, que van disparando unas minúsculas partículas de fuego, que terminan en el suelo, haciendo crecer poco a poco, los puñados de ceniza. La cama de fuertes varas de eucalipto y sobre ellas un colchón de paja, con limpias sábanas almidonadas, recibían el cansado cuerpo del jinete, que al final de la jornada, solo tenía como recompensa sentir el tibio cuerpo de su esposa, que iba curando sus heridas, por los arañazos de las ramas de los molles, sauces, espinos y otros árboles de la quebrada.

Don Boni al fin descansaba y se encomendaba al divino creador y a todos los santos, con la señal de la santa cruz, rogando por la protección de sus seres queridos…antes del amanecer           
Iniciaría su jornada, al lado de su mujer, sus hijos y sus peones… Caucato reposaba y la peña negra en la banda, al pie del cerro macho, dejaba de brillar… para don Boni, una canción de cuna, era el leve rumor de los olivos, con sus gigantescos troncos, ramas y hojas, cansados por una generosa cosecha...doscientas matas de olivos que bailaban al compás de la brisa marina….una brisa que llegaba desde la desembocadura del río, en el valle de Yauca, atravesaba la pampa hasta llegar a Jaquí, y llegaba a Caucato, para mezclarse con el airecito de la sierra y de la quebrada…


Juan Carlos Romaní Chacón

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