EL HOMBRE MANOS
DE PALO
Juan
Robles, sentado en una gruesa y vieja llanta de camión, amortiguaba el zarandeo
del volquete sin tolva. En la plataforma de madera y acero, observaba restos de
tierra color rojo, que con el viento producían un polvillo que hería sus ojos,
con la velocidad que imprimía el vehículo pesado.
Eran
restos de relave, aquél barro colorado producto del pr
oceso químico para
extraer oro de inmensas cantidades de mineral, que a su vez provenían de las
entrañas de enormes cerros y de minas abandonadas en tiempos de la colonia.
Sentado
y abrazado a su bidón de plástico lleno de aceitunas de primera, miraba al
vacío y ante él, la culebra de asfalto se perdía en el horizonte. En esos
viajes de ruta, en el trajín de trasladar su mercadería a los principales
mercados de la costa, Juan se dejaba llevar por los recuerdos y dejaba libre a
su memoria para evocar los mejores momentos de su novel existencia.
Recordaba
el leve rumor de los olivos, con sus gigantescos troncos, ramas y hojas,
cansados por una generosa cosecha, que otorgaban tranquilidad y paz a un
mediodía campestre. El pequeño pedazo de quebrada, llamado Caucato, parecía una
joya enclavada entre dos cerros, macho uno y hembra el otro, y al lado oeste de
una delgada fibra de plata, el río Grande, que recorría plácidamente todas las
quebradas y cañones, desde los grandes glaciares hasta llegar al Mar de Grau.
El airecito suave, apacible, de la quebrada, a veces cambiaba sorpresivamente
de dirección, de norte a sur o viceversa, pero siempre bajaba de las alturas;
parecía ser un micro clima originado por el aire de la sierra, frío y seco; y
el aire de la costa, brisa marina, humedad y viento. El sol parecía ser amable
con los hombres y no se animaba a lanzar sus feroces rayos, sino más bien, solo
deseaba iluminar y despejaba con gentileza y cortesía a las nubes que por ahí
se aparecían. Bajo el manto celeste, los hombres y las bestias, realizaban sus
labores diarias.
Recordaba
a su tío, uno de estos hombres que había dominado a la quebrada, al río, a los
cerros y a las bestias. Era Bonifacio Mendoza, un aguerrido campesino que había
logrado con sus esfuerzo, el sueño de todo agricultor… poseer su propio terreno
y ser su propio patrón. Don Boni era además, un experto jinete que desafiaba
periódicamente a la sierra, aquella cadena de inhóspitas montañas, de quebradas
profundas llenas de peligros, de los cerros majestuosos que despreciaban a los
hombres y que de vez en cuando, se los tragaban solo por darse el gusto, y en
donde el frío intenso y las lluvias sorpresivas, castigaban a los viajeros.
En
sus viajes a lomo de bestia, conversaba con los amos y señores de la agreste
serranía y también solía maldecirlos y no dudaba en lanzar ajos y cebollas
demostrando valor, aunque por dentro sentía terror y pánico.
Luego
de la travesía, cruzando el río una y mil veces, de banda a banda, según los
caprichos del rey que daba vida a las quebradas; regresaba a su Caucato
querido, después de una o dos semanas de agotadora jornada, con su recua de
mulas, cargadas con carne de guanaco y preciosas pieles de vicuña, producto de
sus incursiones por la puna.
Palomo,
su fiel caballo blanco, digno de otros memorables recuerdos; descansaba y bebía
del río, mientras don Boni lanzaba una rápida mirada a su chacra, a la que
retornaba muy cansado por el viaje. Solo faltaba cruzar una vez más el río, de
este a oeste, y llegar a su tierra, para reunirse con los suyos.
Antes
de montar, Bonifacio se quitaba su chompa y su camisa, y con el torno desnudo
se inclinaba y se aseaba con las aguas más frescas y limpias, agua dulce que
daba vida a las quebradas. Detrás de él se alzaba un imponente cerro, que lo
miraba como una insignificante criatura, pero al darse cuenta de sus poderosos
brazos, plagados por fuertes músculos, nervios y venas a punto de saltar por la
piel, que terminaban en gruesas manos, manos de palo, llenas de callos, manos
de hombre de campo, curtidas por el tiempo y por el rudo trabajo; el cerro
macho lo dejaba tranquilo, porque conocía aquél hombrecito que nunca arrugó y
se enfrentó con los cerros más bravos de la quebrada.
Bonifacio
se lavaba el torso, los brazos y la cara, quitando la tierra y el sudor,
dejando ver su piel blanca, curtida, gastada y quemada por el tiempo. Siendo un
hombre blanco, parecía ser trigueño, resaltando su fuerte mirada, con un par de ojos color caramelo, entre marrones y
castaños, pero con un brillo que penetraba el alma de los cerros, hombres y
bestias.
Era
el campesino peruano, con las manos de palo, fuertes, macizas, que dominaron el
arado, la lampa y la yunta de toros, desde niño; las manos curtidas, llenas de
cicatrices, cayos y una coraza de resistencia, de negarse a ser vencido por el
hambre y la naturaleza.
Dos
poderosos brazos de fibra y músculos, forjados no a punta de gimnasios o de levantar
pesas; eran dos brazos de acero forjados en las madrugadas de verano, otoño e
invierno, abriendo surcos, limpiando acequias, destroncando los tallos del
algodón, aporcando sembríos; a lampazo limpio, filudo y arrasador. La lampa que
le forjó el alma de guerrero, desde muy temprana edad.
El
jinete de las quebradas, se aprestaba a cruzar el río, y al frente, en la
banda; el cerro hembra lanzaba un pequeño temblor de tierra, que asustaba a los
hombres, un leve temblor de alegría, porque retornaba sano y salvo aquél
hombrecito que había sobrevivido a inundaciones, lluvias torrenciales, sequías
y terremotos.
Don
Boni, con sus cuarenta y tantos años de intensa vida, cruzaba el río observando
el borde de su predio, mirando caer el sol, detrás del cerro de enfrente…
calculando en su mente, cuantas varas de eucaliptos tenía que cortar del monte,
en la madrugada del día siguiente, para construir tres o cuatro represas con
sus tomas, para regar los sembríos de maíz, manzanas, peras…y atender a su
tesoro más preciado; sus doscientas matas de olivos, la reserva que era la
esperanza de su numerosa familia, su mujer y sus hijos que lo esperaban para
cenar. Las aceitunas de Caucato, de Jaquí, de Yauca…eran de inmenso tamaño,
carnosas y con pequeña pepa, bien cotizadas en los mercados del Perú y del
extranjero…el problema era sacar el producto desde aquellas lejanas quebradas,
atravesar las trochas y los caminos traicioneros, con carretas, camiones y
camionetas... eran arduas tareas que ocupaban el pensamiento de don Boni y su
familia.
Era
una noche despejada, llena de estrellas… una noche de enero de 1980….el hombre
de las manos de palo llegaba a su terruño, a compartir con su familia y a
descansar en su choza de caña y barro, a la luz de un viejo lamparín, con el
suave ruido del fogón, que va muriendo lentamente con las últimas brasas de
leña, que van disparando unas minúsculas partículas de fuego, que terminan en
el suelo, haciendo crecer poco a poco, los puñados de ceniza. La cama de
fuertes varas de eucalipto y sobre ellas un colchón de paja, con limpias
sábanas almidonadas, recibían el cansado cuerpo del jinete, que al final de la
jornada, solo tenía como recompensa sentir el tibio cuerpo de su esposa, que
iba curando sus heridas, por los arañazos de las ramas de los molles, sauces,
espinos y otros árboles de la quebrada.
Don
Boni al fin descansaba y se encomendaba al divino creador y a todos los santos,
con la señal de la santa cruz, rogando por la protección de sus seres
queridos…antes del amanecer
Iniciaría
su jornada, al lado de su mujer, sus hijos y sus peones… Caucato reposaba y la
peña negra en la banda, al pie del cerro macho, dejaba de brillar… para don
Boni, una canción de cuna, era el leve rumor de los olivos, con sus gigantescos
troncos, ramas y hojas, cansados por una generosa cosecha...doscientas matas de
olivos que bailaban al compás de la brisa marina….una brisa que llegaba desde
la desembocadura del río, en el valle de Yauca, atravesaba la pampa hasta
llegar a Jaquí, y llegaba a Caucato, para mezclarse con el airecito de la
sierra y de la quebrada…
Juan Carlos Romaní Chacón
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